viernes, 9 de junio de 2017

Arquitectura

Sentirse libre como sinónimo de vida
el complejo amanecer de las cosas.

Desde hace un tiempo a esta parte vengo pensando
en los días que me quedan. Los ya pasados.
El inquebrantable paso del tiempo.
La lluvia oscura sobre este manto que es mi tristeza.
Recuerdo como una conjura a mi abuelo en el campo,
a mi padre feliz sonriéndole a la cámara.
Nunca fui un niño triste:
pataleaba como el resto al balón,
trasteaba con los juguetes que acumulaba por el suelo
e incluso me llegué a entristecer
cuando me enteré de que los reyes magos
ni eran reyes, ni magos.
Tengo la sensación de que siempre lo supe.
Tengo la sensación
de que ya sabía de su no existencia y eso
alimenta la extraña teoría
de que nos autoengañamos como método
para sobrevivir.

Es como la vida misma: acostumbrarse a la mentira
y tener que aprender a (con)vivir con el horror
de ahí fuera.
Resoplamos y nos lamentamos, pero siempre queda
una miga de injusticia que no conseguimos digerir
aquí dentro.

De pequeño siempre soñé con ser arquitecto.
Amontonaba mis ideas en bloques de LEGO
como si de mi propio futuro se tratase.
Creo que me di cuenta tarde, tal vez no supe interpretar
que mi momento de disfrute al levantar
castillos de arena, fuese verlos caer.
Tirarlos abajo
usando las manos, los pies,
la boca.

Ahora lo veo como una metáfora de mi vida,
de niño creí querer levantar castillos
pero mi verdadero placer era verme en el suelo
rebozado en arena y mar.
Nunca lo vi como un problema,
más bien como privilegio
al que he tardado en acostumbrarme.

Tengo la extraña sensación,
de que crecí y la vida siguió su cauce.
Alimenté mi mundo de ilusiones,
aprendí, reí, lloré.
Lloré.
No tengo muy claro en qué momento
comencé a hacerlo demasiado.
Más de la cuenta.

Perdí el rumbo, ni siquiera
encontré el camino.

Por supuesto que no he dejado de andar.

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